Los Quiméricos, como todos hemos visto, son laboriosos y más bien callados. Nunca dicen que pueden, nunca dicen que lo harán ni que no hay nada de qué preocuparse: en silencio y con dorado tesón hacen su trabajo. No descansan, no desmayan y no abandonan nunca lo comenzado. En todo esto son muy diferentes de los soñadores, esos que tanto hablan, tanto se quejan y tan poco se afanan.
Cierto día, un Quimérico llamado Juan —los Quiméricos, tal vez ya lo sabes, nunca se desgastan en nombres complicados— encontró una isla realmente pequeña y desierta o tal vez abandonada. “Una isla perfecta para fundar un país”, pensó Juan el Quimérico que, como todos los Quiméricos, amaba a los Náufragos Felices. Como la pequeña isla era perfecta para fundar un pequeño país, Juan, el Quimérico, no se detuvo a pensar nada más, sino que se puso a trabajar. Hizo la limpieza y ordenó todo, luego preparó de comer —gulash, roast beef, pollo relleno y otras delicias—, puso a enfriar un montón de bebidas y, tras un gesto mágico, consiguió que La Música inundara su pequeño país, al que llamó con hermosa sencillez "La Isleta". Solo entonces encendió un cigarro y se sentó a esperar que llegasen los Náufragos Felices.
Existe ese naufragio accidental, no deseado, en el que lo que se hunde bajo el agua y se pierde es algo preciado o muy querido. Naufragio temido y triste en el lo que se va a pique era un tesoro. Existe, sin embargo y por suerte, otra clase de naufragio. Este es el que ocurre cuando el futuro náufrago decide abandonar a su oscura suerte una nave oscura y podrida, demasiado lastrada por una carga de mohosos toneles repletos del agrio vino del odio o la envidia; de costales reventados por el exceso de granos del rencor, la avaricia o el egoísmo; de fardos en los que solo hay liados malos humores, pesimismos y derrotas. Este naufragio liberador es voluntario, buscado, decidido y sus hacedores son siempre Náufragos Felices que luego parten en busca de pequeñas islas iluminadas por la misma luz que ilumina el paraíso.
Como es de suponer, los Náufragos Felices son admiradores y aprendices de los Quiméricos, así es que, en cuanto consuman su naufragio, siempre van en busca de ellos y nunca tardan en encontrarlos. Fue de esta manera que un grupo de Náufragos Felices encontró la pequeña isla en la que Juan, el Quimérico, había fundado ese país lleno de música y luz, sin escudo ni fronteras, sin mapa ni jueces, que se llama, con hermosa sencillez, “La Isleta”.
El encuentro fue una fiesta total, feliz como los Náufragos Felices y luminosa como todos los Quiméricos: Jonny, un hechicero de dulce corazón azul en la mirada, sacó la primera guitarra. Luego vinieron otras: la de Román, el viajero guapo que le ha puesto ruedas a su música y la conduce por el mundo; la de Octavio, un negro grande, efusivo y enérgico que, junto a su arte, despliega esa alegría cálida de los que le han plantado batalla a la Señora Muerte y, aunque con cicatrices, han sobrevivido para contarlo.
Nono, el magnífico, no tuvo que sacar su guitarra porque ella es parte de su cuerpo y lo sacude y arrastra y le dibuja en el rostro la música que va brotando de su interior. Felix, el bluesman auténtico y sobrio que se enfrenta a los demonios armado con la sinceridad de su guitarra, su armónica… y una botella de agua, hizo que la noche se poblara de fuegos de colores, y Wicho, que partía, nos dejó un pedazo de esa alma de niño que le baila en la sonrisa y en la mandolina. Alex, el bajista campechano, al que todos quieren y el que a todos ampara y conecta con sus cuerdas, regalaba chistes que se prolongaban en coros de carcajadas de las que nadie se podía escapar, ni siquiera el entrañable Paco, todo swing de pies a cabeza, tanto swing que no le cabe en el cuerpo y se le sale por las manos, y repiquetea sobre los cueros de su bongó, y se expande, y contagia. Allí estaban también Joan y Jorge. Joan con su piano poseído por el espíritu de Tom Waits y Jorge, sensual y gatuno, con su flauta tan mágica que es al mismo tiempo saxo y clarinete. Shawna —de la que se enamoró la cámara de un fotógrafo—, Laura, Leo y La Chiqui, bellas de bellas voces, cantaron las mejores canciones del mundo, esas canciones que unas veces acarician y otras veces estremecen. Ruibal, el poeta en cuyos ojos centellan diamantes joviales, nos regaló algunas de las suyas,
mientras Pepe servía cervezas perfectas sin perderse ni una nota, y algunos otros miraban las manos de Lisa —manos como pájaros danzantes— seguramente admirando su modo de convertir en magia cada cosita que ella hace.
Juan, el Quimérico, ha salido por un rato. Mientras lo esperamos —sintiendo que tal vez está, como casi siempre, en la cocina— la mejor de las fiestas continúa, así que si no eres de esos náufragos que han perdido en su naufragio el gran cofre que contenía las joyas del amor, o el oro de la amistad y junto al cual desaparecieron también las ánforas de plata en las que guardabas celosamente los divinos elíxires de la alegría, el placer, la euforia y las motivaciones, y eres, en cambio, un Náufrago Feliz, vente cualquiera de estas noches a La Isleta: el faro del San Sebastián te mostrará el camino.
Texto y Fotos: Harold Perdomo. Vídeo: "Medem/Temba" Jonny, Wicho y Alex en la Isleta.
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