No sé por qué entré en ese bar. Tal vez porque tenía un aspecto común, casi anodino y yo estaba buscando un sitio tranquilo en que beberme una cerveza para mitigar uno de los primeros calores de la primavera.
Iba por la mitad de mi segunda cerveza cuando entró un mago. Confieso que los magos me inquietan un poco, pero este parecía estar de vacaciones y hasta de incógnito: vestía ropas comunes y las llevaba con el mismo descuido con el que suelen llevar sus ropas los niños, además, tenía aspecto bonachón y ese tipo específico de ojos azules tan dulces que el tiempo le confiere a los que suelen practicar artes de luz y solo de luz. Todos allí le conocían —o creían conocerle— y lo saludaron con alegre y despreocupada cordialidad… No me pareció que ninguno de ellos supiese que se trataba de un mago, algo muy lógico, teniendo en cuenta que iba disfrazado de guiri y el disfraz era bueno.
Estaba a punto de abandonar la observación del encantador para volver a mi cerveza, a mi cigarrillo y a mi pensar en nada cuando reparé en el estuche. Era un estuche de guitarra y parecía bastante común además… pero ya se sabe que en manos de un mago nada es lo que parece. Tal vez el hechicero reparó en mi inquietud porque inmediatamente se fue, caminando de prisa y con un titubeo que indicaba nerviosismo, a dejar su carga en el rincón más apartado del bar.
Intenté volver a encontrar sus ojos para ver si podía leer algo más en ellos, pero él, esquivándome sistemáticamente, se dedicó a conversar con el dueño. Ni una sola vez volvió la cabeza para mirar hacia el estuche. Era como si estuviese del todo seguro que nadie intentaría siquiera acercase y mucho menos tocarlo. A mi desde luego no se me hubiese ocurrido, pero el hecho de estar a pocos metros del equipaje de un mago disfrazado de guiri comenzó a inquietarme. No necesité demasiado tiempo para percatarme de que mi inquietud tenía sus razones: el estuche —lo que parecía un estuche de guitarra—, que irradiaba una fuerza sobrenatural y poderosa, me hipnotizó a tal punto que ya no me dejaba apartar los ojos de él.
Estaba tan cautivado por el estuche, que no me hubiese dado cuenta de los movimientos de algunas de las personas del bar, de no ser porque esos movimientos se produjeron justo al lado del oscuro bulto mágico.
Varios de los que me habían parecido clientes habituales hasta ese momento, se ocuparon de despejar esa zona del bar —en peligrosa proximidad con el estuche, pero sin tocarlo ni mirarlo siquiera—, moviendo mesas y sillas, para ocupar inmediatamente ese espacio con unas cajas negras bastante grandes, varas de metal y cuerdas negras que serpenteaban por el suelo.
A pesar de que la escena se aclaró lentamente en mi cabeza y comprendí que se trataba de la preparación de un concierto —en medio de lo cual un estuche de guitarra no solo no desentona sino que cobra sentido—, yo no podía dejar de sentirme cada vez más nervioso, y cuando todos los músicos se acomodaron en sus sitios y el dueño del estuche se acercó a él, yo sentí que la tensión dentro de mí llegaba a su máximo nivel: era como si otra vez Pandora se acercase al ánfora para abrirla.
El mago abrió el estuche, sacó una guitarra que no tenía nada fuera de lo común y fue a sentarse con los demás músicos. Hubiese sido un buen momento para respirar aliviado, pero el hecho de que el mago no cerrase del todo el estuche, sino que lo dejase voluntariamente entreabierto, hizo que mi ansiedad no solo no disminuyese, sino que se convirtiera en una sensación tan insoportable como para hacerme desear con ardor escapar de aquel sitio.
No sé por qué no salí de ese bar. Tal vez porque comenzó a sonar la música y fue como una droga de efecto inmediato que me hizo sentir tranquilo y relajado desde los primeros acordes.
Aunque ya sin restos de ansiedad, todavía no podía apartar los ojos del oscuro bulto mágico y, cuando finalmente el estuche comenzó a experimentar pequeños espasmos o palpitaciones rítmicas, en lugar de echarme a correr dando gritos de terror, me puse a observarlo con tranquilidad curiosa. El encantamiento del mago, la música y la cerveza definitivamente estaban haciendo su efecto.
De la panza entreabierta del estuche comenzaron a salir, tímidamente primero y luego como a borbotones, tenues rayos de luz dorada, pequeños y traviesos seres coloridos —duendes, hadas o qué sé yo— que correteaban bajo las mesas, sillas y banquetas sin que nadie más que yo pareciera advertirlos. Una brisa refrescante, cargada de olores de primavera y de humedad como de amanecer, parecía entrar por las ventanas abiertas —pero yo sabía que en realidad brotaba de las profundidades del estuche— y entonces comenzamos a movernos. Todo el bar. Era como desplazarse, como ir a bordo de un barco que vuela a pocos centímetros del suelo en un viaje feliz, lento y prolongado.
Iba por la mitad de mi segunda cerveza cuando entró un mago. Confieso que los magos me inquietan un poco, pero este parecía estar de vacaciones y hasta de incógnito: vestía ropas comunes y las llevaba con el mismo descuido con el que suelen llevar sus ropas los niños, además, tenía aspecto bonachón y ese tipo específico de ojos azules tan dulces que el tiempo le confiere a los que suelen practicar artes de luz y solo de luz. Todos allí le conocían —o creían conocerle— y lo saludaron con alegre y despreocupada cordialidad… No me pareció que ninguno de ellos supiese que se trataba de un mago, algo muy lógico, teniendo en cuenta que iba disfrazado de guiri y el disfraz era bueno.
Estaba a punto de abandonar la observación del encantador para volver a mi cerveza, a mi cigarrillo y a mi pensar en nada cuando reparé en el estuche. Era un estuche de guitarra y parecía bastante común además… pero ya se sabe que en manos de un mago nada es lo que parece. Tal vez el hechicero reparó en mi inquietud porque inmediatamente se fue, caminando de prisa y con un titubeo que indicaba nerviosismo, a dejar su carga en el rincón más apartado del bar.
Intenté volver a encontrar sus ojos para ver si podía leer algo más en ellos, pero él, esquivándome sistemáticamente, se dedicó a conversar con el dueño. Ni una sola vez volvió la cabeza para mirar hacia el estuche. Era como si estuviese del todo seguro que nadie intentaría siquiera acercase y mucho menos tocarlo. A mi desde luego no se me hubiese ocurrido, pero el hecho de estar a pocos metros del equipaje de un mago disfrazado de guiri comenzó a inquietarme. No necesité demasiado tiempo para percatarme de que mi inquietud tenía sus razones: el estuche —lo que parecía un estuche de guitarra—, que irradiaba una fuerza sobrenatural y poderosa, me hipnotizó a tal punto que ya no me dejaba apartar los ojos de él.
Estaba tan cautivado por el estuche, que no me hubiese dado cuenta de los movimientos de algunas de las personas del bar, de no ser porque esos movimientos se produjeron justo al lado del oscuro bulto mágico.
Varios de los que me habían parecido clientes habituales hasta ese momento, se ocuparon de despejar esa zona del bar —en peligrosa proximidad con el estuche, pero sin tocarlo ni mirarlo siquiera—, moviendo mesas y sillas, para ocupar inmediatamente ese espacio con unas cajas negras bastante grandes, varas de metal y cuerdas negras que serpenteaban por el suelo.
A pesar de que la escena se aclaró lentamente en mi cabeza y comprendí que se trataba de la preparación de un concierto —en medio de lo cual un estuche de guitarra no solo no desentona sino que cobra sentido—, yo no podía dejar de sentirme cada vez más nervioso, y cuando todos los músicos se acomodaron en sus sitios y el dueño del estuche se acercó a él, yo sentí que la tensión dentro de mí llegaba a su máximo nivel: era como si otra vez Pandora se acercase al ánfora para abrirla.
El mago abrió el estuche, sacó una guitarra que no tenía nada fuera de lo común y fue a sentarse con los demás músicos. Hubiese sido un buen momento para respirar aliviado, pero el hecho de que el mago no cerrase del todo el estuche, sino que lo dejase voluntariamente entreabierto, hizo que mi ansiedad no solo no disminuyese, sino que se convirtiera en una sensación tan insoportable como para hacerme desear con ardor escapar de aquel sitio.
No sé por qué no salí de ese bar. Tal vez porque comenzó a sonar la música y fue como una droga de efecto inmediato que me hizo sentir tranquilo y relajado desde los primeros acordes.
Aunque ya sin restos de ansiedad, todavía no podía apartar los ojos del oscuro bulto mágico y, cuando finalmente el estuche comenzó a experimentar pequeños espasmos o palpitaciones rítmicas, en lugar de echarme a correr dando gritos de terror, me puse a observarlo con tranquilidad curiosa. El encantamiento del mago, la música y la cerveza definitivamente estaban haciendo su efecto.
De la panza entreabierta del estuche comenzaron a salir, tímidamente primero y luego como a borbotones, tenues rayos de luz dorada, pequeños y traviesos seres coloridos —duendes, hadas o qué sé yo— que correteaban bajo las mesas, sillas y banquetas sin que nadie más que yo pareciera advertirlos. Una brisa refrescante, cargada de olores de primavera y de humedad como de amanecer, parecía entrar por las ventanas abiertas —pero yo sabía que en realidad brotaba de las profundidades del estuche— y entonces comenzamos a movernos. Todo el bar. Era como desplazarse, como ir a bordo de un barco que vuela a pocos centímetros del suelo en un viaje feliz, lento y prolongado.
La música cesó y estallaron los aplausos. Desaparecieron de golpe los rayos de luz dorada y los seres pequeños y traviesos que correteaban por todas partes —el último que alcancé a ver se balanceaba en el grifo de la cerveza—: fue como despertar de un sueño, pero, tal y como ocurre cuando uno se despierta de un sueño y la realidad está impregnada en cierta medida de lo soñado, el bar ya no volvió a ser el mismo bar.
El mago guardó su guitarra en el estuche encantado y regresó a conversar con el dueño como si entre el trozo de conversación inicial y este último no hubiesen estado ocurriendo milagros, como si no hubiese pasado nada, pero en algún momento sus ojos —esos ojos azules tan dulces que el tiempo le confiere a los que suelen practicar artes de luz y solo de luz— se cruzaron con los míos y pude ver que dentro de ellos danzaban tenues seres fantásticos, había restos de cambiantes paisajes maravillosos y destellos de luces bellísimas, más hermosas aún que la esperanza que quedó atrapada en el ánfora de Pandora.
Así fue como conocí a Jonny Phillips.
Después supe que había venido de Londres y que iba a estar en Cádiz durante un buen tiempo. Comencé a seguir sus conciertos por todos los bares de la ciudad y a constatar que cada vez que abría el estuche de su guitarra y comenzaba a sonar la música, comenzaba en viaje por el tiempo y el espacio, un viaje que parece no tener fin y que está siempre poblado de maravillas.
Esto que cuento ocurrió en la primavera del 2008. Unos meses después la Fortuna hizo que nos convirtiésemos en compañeros de piso. Lo veo cada día, cada día conversamos durante mucho tiempo y compartimos toda suerte de venturas y aventuras. A día de hoy debería estar seguro de que no es tanto un mago como un músico fascinante… pero resulta que dentro de sus dulces ojos azules siguen danzando pequeños duendes, cambiantes paisajes maravillosos se reconstruyen solos después de cada parpadeo y destellos de luces, más hermosas aún que la esperanza, brillan en ellos cada vez con más fuerza.
El mago guardó su guitarra en el estuche encantado y regresó a conversar con el dueño como si entre el trozo de conversación inicial y este último no hubiesen estado ocurriendo milagros, como si no hubiese pasado nada, pero en algún momento sus ojos —esos ojos azules tan dulces que el tiempo le confiere a los que suelen practicar artes de luz y solo de luz— se cruzaron con los míos y pude ver que dentro de ellos danzaban tenues seres fantásticos, había restos de cambiantes paisajes maravillosos y destellos de luces bellísimas, más hermosas aún que la esperanza que quedó atrapada en el ánfora de Pandora.
Así fue como conocí a Jonny Phillips.
Después supe que había venido de Londres y que iba a estar en Cádiz durante un buen tiempo. Comencé a seguir sus conciertos por todos los bares de la ciudad y a constatar que cada vez que abría el estuche de su guitarra y comenzaba a sonar la música, comenzaba en viaje por el tiempo y el espacio, un viaje que parece no tener fin y que está siempre poblado de maravillas.
Esto que cuento ocurrió en la primavera del 2008. Unos meses después la Fortuna hizo que nos convirtiésemos en compañeros de piso. Lo veo cada día, cada día conversamos durante mucho tiempo y compartimos toda suerte de venturas y aventuras. A día de hoy debería estar seguro de que no es tanto un mago como un músico fascinante… pero resulta que dentro de sus dulces ojos azules siguen danzando pequeños duendes, cambiantes paisajes maravillosos se reconstruyen solos después de cada parpadeo y destellos de luces, más hermosas aún que la esperanza, brillan en ellos cada vez con más fuerza.
Para más información consulta el perfil de Oriole (proyecto de Jonny Phillips) en MySpace o la web de Oriole.
Texto y Fotos: Harold Perdomo. Vídeo: Oriole en el festival Derby Jazz Week del 2007.
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