domingo, 22 de marzo de 2009

La Isleta: el país del Quimérico y sus Náufragos Felices.

Un Quimérico, como bien se sabe, es un ser excepcional y para nada relacionado con la Quimera mitológica. El origen de los Quiméricos es un misterio que se remonta a la noche de los tiempos, al nacimiento de los sueños, de los anhelos, de las esperanzas, de la curiosidad y el amor. Allí donde aparecía un perverso imposible, una ilusión hermosa o un ansia insatisfecha, aparecía inmediatamente un Quimérico… o varios.
Los Quiméricos, como todos hemos visto, son laboriosos y más bien callados. Nunca dicen que pueden, nunca dicen que lo harán ni que no hay nada de qué preocuparse: en silencio y con dorado tesón hacen su trabajo. No descansan, no desmayan y no abandonan nunca lo comenzado. En todo esto son muy diferentes de los soñadores, esos que tanto hablan, tanto se quejan y tan poco se afanan.
Cierto día, un Quimérico llamado Juan —los Quiméricos, tal vez ya lo sabes, nunca se desgastan en nombres complicados— encontró una isla realmente pequeña y desierta o tal vez abandonada. “Una isla perfecta para fundar un país”, pensó Juan el Quimérico que, como todos los Quiméricos, amaba a los Náufragos Felices. Como la pequeña isla era perfecta para fundar un pequeño país, Juan, el Quimérico, no se detuvo a pensar nada más, sino que se puso a trabajar. Hizo la limpieza y ordenó todo, luego preparó de comer —gulash, roast beef, pollo relleno y otras delicias—, puso a enfriar un montón de bebidas y, tras un gesto mágico, consiguió que La Música inundara su pequeño país, al que llamó con hermosa sencillez "La Isleta". Solo entonces encendió un cigarro y se sentó a esperar que llegasen los Náufragos Felices.
Existe ese naufragio accidental, no deseado, en el que lo que se hunde bajo el agua y se pierde es algo preciado o muy querido. Naufragio temido y triste en el lo que se va a pique era un tesoro. Existe, sin embargo y por suerte, otra clase de naufragio. Este es el que ocurre cuando el futuro náufrago decide abandonar a su oscura suerte una nave oscura y podrida, demasiado lastrada por una carga de mohosos toneles repletos del agrio vino del odio o la envidia; de costales reventados por el exceso de granos del rencor, la avaricia o el egoísmo; de fardos en los que solo hay liados malos humores, pesimismos y derrotas. Este naufragio liberador es voluntario, buscado, decidido y sus hacedores son siempre Náufragos Felices que luego parten en busca de pequeñas islas iluminadas por la misma luz que ilumina el paraíso.
Como es de suponer, los Náufragos Felices son admiradores y aprendices de los Quiméricos, así es que, en cuanto consuman su naufragio, siempre van en busca de ellos y nunca tardan en encontrarlos. Fue de esta manera que un grupo de Náufragos Felices encontró la pequeña isla en la que Juan, el Quimérico, había fundado ese país lleno de música y luz, sin escudo ni fronteras, sin mapa ni jueces, que se llama, con hermosa sencillez, “La Isleta”.
El encuentro fue una fiesta total, feliz como los Náufragos Felices y luminosa como todos los Quiméricos: Jonny, un hechicero de dulce corazón azul en la mirada, sacó la primera guitarra. Luego vinieron otras: la de Román, el viajero guapo que le ha puesto ruedas a su música y la conduce por el mundo; la de Octavio, un negro grande, efusivo y enérgico que, junto a su arte, despliega esa alegría cálida de los que le han plantado batalla a la Señora Muerte y, aunque con cicatrices, han sobrevivido para contarlo.

Nono, el magnífico, no tuvo que sacar su guitarra porque ella es parte de su cuerpo y lo sacude y arrastra y le dibuja en el rostro la música que va brotando de su interior. Felix, el bluesman auténtico y sobrio que se enfrenta a los demonios armado con la sinceridad de su guitarra, su armónica… y una botella de agua, hizo que la noche se poblara de fuegos de colores, y Wicho, que partía, nos dejó un pedazo de esa alma de niño que le baila en la sonrisa y en la mandolina. Alex, el bajista campechano, al que todos quieren y el que a todos ampara y conecta con sus cuerdas, regalaba chistes que se prolongaban en coros de carcajadas de las que nadie se podía escapar, ni siquiera el entrañable Paco, todo swing de pies a cabeza, tanto swing que no le cabe en el cuerpo y se le sale por las manos, y repiquetea sobre los cueros de su bongó, y se expande, y contagia. Allí estaban también Joan y Jorge. Joan con su piano poseído por el espíritu de Tom Waits y Jorge, sensual y gatuno, con su flauta tan mágica que es al mismo tiempo saxo y clarinete. Shawna —de la que se enamoró la cámara de un fotógrafo—, Laura, Leo y La Chiqui, bellas de bellas voces, cantaron las mejores canciones del mundo, esas canciones que unas veces acarician y otras veces estremecen. Ruibal, el poeta en cuyos ojos centellan diamantes joviales, nos regaló algunas de las suyas,

mientras Pepe servía cervezas perfectas sin perderse ni una nota, y algunos otros miraban las manos de Lisa —manos como pájaros danzantes— seguramente admirando su modo de convertir en magia cada cosita que ella hace.
Juan, el Quimérico, ha salido por un rato. Mientras lo esperamos —sintiendo que tal vez está, como casi siempre, en la cocina— la mejor de las fiestas continúa, así que si no eres de esos náufragos que han perdido en su naufragio el gran cofre que contenía las joyas del amor, o el oro de la amistad y junto al cual desaparecieron también las ánforas de plata en las que guardabas celosamente los divinos elíxires de la alegría, el placer, la euforia y las motivaciones, y eres, en cambio, un Náufrago Feliz, vente cualquiera de estas noches a La Isleta: el faro del San Sebastián te mostrará el camino.


Texto y Fotos: Harold Perdomo. Vídeo: "Medem/Temba" Jonny, Wicho y Alex en la Isleta.

domingo, 15 de marzo de 2009

Felix Slim y Jonny Phillips en el cEm: Un Lujo

Para muchos (para muchísimos incluso, díría yo) de los que habitamos en esta ciudad, vivir en Cádiz es una especie de lujo. Los que pensamos y definimos a esta ciudad como maravillosa casi siempre tenemos en mente una especie de lista de privilegios (de lujos) de los que podemos disfrutar permanentemente o, en el peor de los casos, muy a menudo. Esta lista, muy subjetiva y por lo mismo variable, puede enumerar cosas como los atardeceres en La Caleta, los carnavales, el clima, la cordialidad natural de los gaditanos, las dimensiones (pequeña, humana) de la ciudad y un sinfin de cosas más que, como decía, son subjetivas y dependen de quien las enumere.
No vamos a hacer nuestra lista aquí (¡los atardeceres en La Caleta!), pero sí vamos a mencionar dos de esos privilegios a los que todos los que vivimos en Cádiz podemos acceder. Uno de esos privilegios es el de poder escuchar, con cierta frecuencia, la guitarra de Jonny Phillips. El otro, asistir a los magnificos conciertos de blues de Felix Slim. Si de alguna manera estás de acuerdo con esto que he dicho, entonces coincidirás conmigo en que un concierto que reuna a estos dos excelentes músicos tiene que ser un "lujazo". Y más aún si en este concierto vas a poder escuchar desde Rebetiko hasta Jazz Manouche en una vertiginosa sucesión de interpretaciones a dos guitarras o a guitarra y bouzuki cargadas de pasión.

Pues bien, si quieres ser uno de los que tendrá el privilegio de asistir a ese concierto (completamente gratis, además), lo único que necesitas es estar esta noche, a partir de las 8:30 en Plaza Candelaria 12, en el Café-Pub cEm.

viernes, 6 de marzo de 2009

Jonny Phillips y Therese D'Ascoli en el cEm

Este domingo 8 de marzo (Día Internacional de la Mujer, por cierto, felicidades a todas... y un beso muy especial para ti, Therese), Jonny y Therese se presentarán en el cEm (Plaza de La Candelaria No.12).
He estado hablando con Jonny, mientras le terminábamos el cartel para el concierto y él me ha dicho:
"Ah... Me gusta la voz de Therese porque tiene algo muy auténtico, natural y sereno. Therese y yo hemos pensado interpretar temas de Blue Notes y Bossa Novas. Cosas como It don't mean a Thing, The look of Love o Stormy Weather hasta llegar a Corcovado o Wave... Esto solo para que te hagas una idea. Estoy satisfecho con lo que ha ido saliendo en los ensayos."
En fin, que parece que la cosa va a estar muy bien, así que los animo a terminar la tarde y comenzar la noche del domingo escuchando a dos de los mejores interpretes de estos estándares que os podéis encontrar ahora mismo en Cádiz.
¿Nos vemos el domingo en el cEm?

jueves, 5 de marzo de 2009

Jonny Phillips

No sé por qué entré en ese bar. Tal vez porque tenía un aspecto común, casi anodino y yo estaba buscando un sitio tranquilo en que beberme una cerveza para mitigar uno de los primeros calores de la primavera.
Iba por la mitad de mi segunda cerveza cuando entró un mago. Confieso que los magos me inquietan un poco, pero este parecía estar de vacaciones y hasta de incógnito: vestía ropas comunes y las llevaba con el mismo descuido con el que suelen llevar sus ropas los niños, además, tenía aspecto bonachón y ese tipo específico de ojos azules tan dulces que el tiempo le confiere a los que suelen practicar artes de luz y solo de luz. Todos allí le conocían —o creían conocerle— y lo saludaron con alegre y despreocupada cordialidad… No me pareció que ninguno de ellos supiese que se trataba de un mago, algo muy lógico, teniendo en cuenta que iba disfrazado de guiri y el disfraz era bueno.
Estaba a punto de abandonar la observación del encantador para volver a mi cerveza, a mi cigarrillo y a mi pensar en nada cuando reparé en el estuche. Era un estuche de guitarra y parecía bastante común además… pero ya se sabe que en manos de un mago nada es lo que parece. Tal vez el hechicero reparó en mi inquietud porque inmediatamente se fue, caminando de prisa y con un titubeo que indicaba nerviosismo, a dejar su carga en el rincón más apartado del bar.
Intenté volver a encontrar sus ojos para ver si podía leer algo más en ellos, pero él, esquivándome sistemáticamente, se dedicó a conversar con el dueño. Ni una sola vez volvió la cabeza para mirar hacia el estuche. Era como si estuviese del todo seguro que nadie intentaría siquiera acercase y mucho menos tocarlo. A mi desde luego no se me hubiese ocurrido, pero el hecho de estar a pocos metros del equipaje de un mago disfrazado de guiri comenzó a inquietarme. No necesité demasiado tiempo para percatarme de que mi inquietud tenía sus razones: el estuche —lo que parecía un estuche de guitarra—, que irradiaba una fuerza sobrenatural y poderosa, me hipnotizó a tal punto que ya no me dejaba apartar los ojos de él.
Estaba tan cautivado por el estuche, que no me hubiese dado cuenta de los movimientos de algunas de las personas del bar, de no ser porque esos movimientos se produjeron justo al lado del oscuro bulto mágico.
Varios de los que me habían parecido clientes habituales hasta ese momento, se ocuparon de despejar esa zona del bar —en peligrosa proximidad con el estuche, pero sin tocarlo ni mirarlo siquiera—, moviendo mesas y sillas, para ocupar inmediatamente ese espacio con unas cajas negras bastante grandes, varas de metal y cuerdas negras que serpenteaban por el suelo.
A pesar de que la escena se aclaró lentamente en mi cabeza y comprendí que se trataba de la preparación de un concierto —en medio de lo cual un estuche de guitarra no solo no desentona sino que cobra sentido—, yo no podía dejar de sentirme cada vez más nervioso, y cuando todos los músicos se acomodaron en sus sitios y el dueño del estuche se acercó a él, yo sentí que la tensión dentro de mí llegaba a su máximo nivel: era como si otra vez Pandora se acercase al ánfora para abrirla.
El mago abrió el estuche, sacó una guitarra que no tenía nada fuera de lo común y fue a sentarse con los demás músicos. Hubiese sido un buen momento para respirar aliviado, pero el hecho de que el mago no cerrase del todo el estuche, sino que lo dejase voluntariamente entreabierto, hizo que mi ansiedad no solo no disminuyese, sino que se convirtiera en una sensación tan insoportable como para hacerme desear con ardor escapar de aquel sitio.
No sé por qué no salí de ese bar. Tal vez porque comenzó a sonar la música y fue como una droga de efecto inmediato que me hizo sentir tranquilo y relajado desde los primeros acordes.
Aunque ya sin restos de ansiedad, todavía no podía apartar los ojos del oscuro bulto mágico y, cuando finalmente el estuche comenzó a experimentar pequeños espasmos o palpitaciones rítmicas, en lugar de echarme a correr dando gritos de terror, me puse a observarlo con tranquilidad curiosa. El encantamiento del mago, la música y la cerveza definitivamente estaban haciendo su efecto.
De la panza entreabierta del estuche comenzaron a salir, tímidamente primero y luego como a borbotones, tenues rayos de luz dorada, pequeños y traviesos seres coloridos —duendes, hadas o qué sé yo— que correteaban bajo las mesas, sillas y banquetas sin que nadie más que yo pareciera advertirlos. Una brisa refrescante, cargada de olores de primavera y de humedad como de amanecer, parecía entrar por las ventanas abiertas —pero yo sabía que en realidad brotaba de las profundidades del estuche— y entonces comenzamos a movernos. Todo el bar. Era como desplazarse, como ir a bordo de un barco que vuela a pocos centímetros del suelo en un viaje feliz, lento y prolongado.


La música cesó y estallaron los aplausos. Desaparecieron de golpe los rayos de luz dorada y los seres pequeños y traviesos que correteaban por todas partes —el último que alcancé a ver se balanceaba en el grifo de la cerveza—: fue como despertar de un sueño, pero, tal y como ocurre cuando uno se despierta de un sueño y la realidad está impregnada en cierta medida de lo soñado, el bar ya no volvió a ser el mismo bar.
El mago guardó su guitarra en el estuche encantado y regresó a conversar con el dueño como si entre el trozo de conversación inicial y este último no hubiesen estado ocurriendo milagros, como si no hubiese pasado nada, pero en algún momento sus ojos —esos ojos azules tan dulces que el tiempo le confiere a los que suelen practicar artes de luz y solo de luz— se cruzaron con los míos y pude ver que dentro de ellos danzaban tenues seres fantásticos, había restos de cambiantes paisajes maravillosos y destellos de luces bellísimas, más hermosas aún que la esperanza que quedó atrapada en el ánfora de Pandora.
Así fue como conocí a Jonny Phillips.
Después supe que había venido de Londres y que iba a estar en Cádiz durante un buen tiempo. Comencé a seguir sus conciertos por todos los bares de la ciudad y a constatar que cada vez que abría el estuche de su guitarra y comenzaba a sonar la música, comenzaba en viaje por el tiempo y el espacio, un viaje que parece no tener fin y que está siempre poblado de maravillas.
Esto que cuento ocurrió en la primavera del 2008. Unos meses después la Fortuna hizo que nos convirtiésemos en compañeros de piso. Lo veo cada día, cada día conversamos durante mucho tiempo y compartimos toda suerte de venturas y aventuras. A día de hoy debería estar seguro de que no es tanto un mago como un músico fascinante… pero resulta que dentro de sus dulces ojos azules siguen danzando pequeños duendes, cambiantes paisajes maravillosos se reconstruyen solos después de cada parpadeo y destellos de luces, más hermosas aún que la esperanza, brillan en ellos cada vez con más fuerza.


Para más información consulta el perfil de Oriole (proyecto de Jonny Phillips) en MySpace o la web de Oriole.

Texto y Fotos: Harold Perdomo. Vídeo: Oriole en el festival Derby Jazz Week del 2007.

Felix Slim

Hay una idea, recurrente y obvia, que afirma que el arte es un tipo de mentira. Se suele hablar de mentira en tanto metamorfosis, falsificación y manipulación de la realidad. Esta —una de tantas— especie de definición tiene algo que me gusta y esto es la posibilidad de hablar de mentiras y falsificaciones sinceras, decir que un artista es alguien que miente sinceramente y que tal vez es precisamente la sinceridad lo que hace la diferencia entre un artista de verdad y un mero impostor.
Al parecer, el origen de la palabra “sincero” está vinculado precisamente al arte. Recuerdo haber leído hace mucho tiempo que el vocablo “sincero” procede de las palabras latinas: sine y cera, lo que fácilmente puede entenderse como “sin cera”. Según parece, en la Roma antigua, restauradores y escultores chapuceros o faltos de escrúpulos remendaban o disimulaban las grietas y defectos de las esculturas de mármol utilizando la cera. El fenómeno llego a adquirir una dimensión tal que obligaba a los creadores honestos a asegurarle siempre a sus clientes que sus esculturas estaban libres de cera, es decir, que eran sinceras.
Entiendo que la línea que separa dos términos antagónicos es muy, muy delgada en la mayoría de las ocasiones y que esto hace que muchas veces sea difícil saber de qué lado —arte o mera impostura— se sitúa aquello que observamos, escuchamos o leemos. Si bien en el caso de las antiguas esculturas de mármol los clientes desconfiados tenían la posibilidad de exponer las piezas al calor insobornable del sol, las imposturas no siempre son tan fáciles de desenmascarar. Sin embargo hay una regla muy simple que sirve en general para despejar cualquier tipo de dudas y consiste en hacerse uno mismo la pregunta “¿Me emociona?” Si te emociona, si de verdad te emociona esto no solo significa que estás ante alguien hábil, sino también y sobre todo ante un verdadero creador, ante un artista sincero.
Auténtica emoción, eso fue lo que sentí la primera vez que estuve en un concierto de Felix Slim. Ocurrió en el Vapor Ustedes a mediados del 2008 y ocurrió de una manera lo bastante intensa como poder compararse con eso que llaman “amor a primera vista”. En nuestro caso —heterosexuales ortodoxos, convictos y confesos— el sentimiento se ha sublimado a través del amor común por los viejos blues y mediante una creciente amistad personal, así que a estas alturas puedo considerarme un verdadero “fan” y no me pierdo ninguno de sus conciertos en esta ciudad. Los viejos blues no aburren y con Felix se escuchan como en los viejos tiempos.


Esta capacidad de emocionar profundamente no se debe solo al hecho de que Felix sea un artista sincero, sino también y en muy buena medida al trabajo y al estudio incesantes. Los sonidos que salen de su guitarra, su voz y su armónica son el resultado de muchas horas de práctica metódica y es que, aunque él afirma abiertamente ser “autodidacta en el estudio del blues”, ha tenido los mejores maestros posibles: Robert Johnson, Buddy Guy, Cab Calloway, Muddy Waters, Blind Lemon Jefferson, Django Reinhart, Billie Hollyday, T Bone Walker, Charlie Parker, Elmore James, Blind Boy Fuller o Johnny Cash por citar solo algunos nombres de esa legión de estrellas cuya luz ha alumbrado el inacabable camino de su aprendizaje y perfeccionamiento. Este camino está repleto, además de una curiosidad, un entusiasmo y una pasión tan inquietas y profundas como para conducirlo a explorar, más allá del blues y su ámbito afro norteamericano (Jazz, Ragtime, Gospel, Swing, R&B, Soul, Bluegrass, Funky, Rockabilly) hasta llegar a géneros musicales —geográficamente más cercanos, pero alejados, aunque solo en apariencia, del espíritu sonoro del blues— como pueden ser el flamenco o incluso el rembétiko (Ρεμπέτικο o Ρεμπέτικη μουσική -música rembética), esa especie de blues griego, cuyo instrumento principal, el buzuki (μπουζούκι), se ha convertido en una verdadera pasión para Felix. Algo que también llama la atención en sus conciertos es la puesta en escena, sencilla, pero eficaz gracias al cuidado que le dedica a cada uno de los detalles. Estos detalles implican cosas como, por ejemplo, su vestuario —si lo has visto en directo o en fotos puedes pensar que no tiene nada del otro mundo, y llevas razón, no tiene nada del otro mundo, pero es el adecuado, el que necesita la representación y el que no la estorba con distracciones inútiles— o la utilización de un excelente micrófono de diseño retro. Pocos elementos, soltura en el escenario, confianza en sí mismo y en su trabajo, profesionalidad, un fino sentido del humor, algunos guiños para los menos despistados capaces de entender el idioma inglés y conocedores de las letras —suele cambiar palabras o versos enteros— y cierta socarronería (o chulería) es todo lo que necesita Felix Slim para llenar la escena, comunicar efectivamente con su público y entregar un espectáculo en solitario que funciona por todas partes.
Ya en este primer concierto al que asistí el año pasado en El Vapor —se ha repetido de una manera o de otra en todos los demás— alguien del público comentó que le resultaba muy raro escuchar viejos blues tan bien tocados por un tío… ¡de Ceuta! Me llama la atención que a alguna gente pueda llamarle la atención un dato como este, y renuncio, como también lo hice entonces, a comentar la obviedad de que para tocar un tipo de música, cualquier tipo de música, no hay que nacer en una ciudad específica ni predeterminada. De todas maneras sí creo que en ese asombro, este prejuicio que se basa en una suerte de fatalismo geográfico y que trata de insinuar —o de decir abiertamente— que un tío de Ceuta no tiene nada que hacer en el ámbito del blues, hay algo que merece la pena destacar: En Cádiz no es nada frecuente escuchar piezas clásicas del blues tan bien tocadas por un tío… de ninguna parte.
Aquí te dejo el vídeo de una excelente versión del tema de Cole Porter I've Got My Eyes On You, que en esta ocasión Felix interpreta junto al genial Mingo Balaguer.




Para más información consulta el perfil de Felix Slim en MySpace. También puedes ver algunos de vídeos de Felix Slim en YouTube

Texto y Fotos: Harold Perdomo